Juan Diego Flórez: arias de óperas de Mozart, Donizetti, Verdi, Massenet, Gounod y Puccini

 

 

 

Juan Diego Flórez, tenor, Perú

 

Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo

Martes 2 de octubre de 2018, 20:00

 

Wolfgang Amadeus Mozart (Alemania, 1756 – Austria, 1792)

Dies Bildnis ist bezaubernd schön, de Die Zauberflöte (1791)

Si spande al sole in faccia, de Il re pastore (1775)

 

Gaetano Donizetti (Italia, 1797 – 1848)

Una furtiva lagrima, de L’elisir d’amore (1832)

Vals en do mayor (piano) (1815?)

Tombe degli avi miei… Fra poco a me ricovero, de Lucia di Lammermoor (1835)

 

Giuseppe Verdi (Italia, 1813 – 1901)

La mia latizia infondere, de I Lombardi alla Prima Crocciata (1843)

Lunge da lei… De’ miei bollenti spiriti… O mio rimorso, de La traviata (1853)

 

Jules Massenet (Francia, 1842 – 1912)

Ouvre tes yeux bleus (1878)

En fermant les yeux, de Manon (1183)

Ah, fuyez douce image, de Manon

Meditación, de la ópera Thaïs (piano) (1894)

 

Charles Gounod (Francia, 1818 – 1893)

Salut! demeur chaste et pure, de Faust (1859)

 

Jules Massenet

Pourquoi me réveiller, de Werther (1892)

 

Giacomo Puccini (Italia, 1858 – Bélgica, 1924)

Che gelida manina, de La bohème (1896)

 

El éxito de la ópera proviene de cuando se hacían obras de cuadros relativamente independientes o con tal autonomía que no perdían validez si se los escuchaba aislados. Esto no se perdió ni siquiera cuando la ópera se convirtió en un tipo de teatro musical con un argumento concatenado caracterizado por su desarrollo dramático.

 

Para los tiempos de Mozart, en la segunda mitad de los 1700, era tal la popularidad de la ópera que los músicos en tabernas y hospedajes entretenían a los asistentes con fragmentos de óperas del momento, que podían ser cantados o números instrumentales de las arias de mejor reconocimiento. Ese era justamente el aprecio que Mozart aspiraba a tener del público con él en 1792, el año de su muerte, en las tabernas vienesas y en las camineras del imperio austriaco, donde se podía comer y beber al son de extractos de sus últimos y máximos logros.

 

Rossini marcó un nuevo camino de popularidad para la ópera italiana a comienzos del siglo XIX. El compositor era un empleado al servicio del empresario que producía la totalidad del espectáculo y su función era suministrar la música, lo más pronto posible, para la empresa. La estimación de los números aislados se valoraba gracias a los transeúntes que los silbaban, los músicos de tabernas, los de restaurantes y callejeros que los copiaban o de las versiones impresas para uso doméstico de arreglistas poco reconocidos. El empresario ordenaba entonces retomar la música para emplearla en la siguiente ópera, juntando tantos números como hubieran sido los éxitos en circulación. Así se aseguraba la continuidad del espectáculo.

 

Los años 1900 hasta comienzos del siglo XX mostraron un incremento en esta tendencia. La ópera completa podía apreciarse en su faceta de producción fastuosa y monumental en los teatros. Las arias favoritas, en cambio, se disfrutaron en cualquier lugar, incluso en las grandes salas de música. Cantantes de ambos sexos ofrecieron a sus seguidores los números más destacados, los de mayor despliegue técnico o de más delicada expresión emocional, sin necesidad de que ocurrieran dentro del contexto de su obra. El aislamiento de las arias no destruyó su calidad intrínseca, sino que realzó su valor musical.

 

Gracias a esto el repertorio se nutrió de arias solistas, en dúo o a trío y la oferta de recitales ofrecía, en una sola velada, múltiples personajes a través de un recorrido por los éxitos de varios autores y numerosas óperas. Con la llegada de las grabaciones se ganó la posibilidad de reproducirlas en casa, de coleccionar y almacenarlas, de comparar el repertorio entre diversas voces que competían por el favor del público.

 

Hasta el barroco, en torno a 1740, la ópera italiana fue dominante a pesar del contrapeso al que apuntaron las producciones en francés e inglés. Hacia el comienzo del romanticismo, a inicios de los 1900, la ópera italiana tomó un nuevo liderazgo. A Rossini le siguieron otros italianos como Donizetti, Verdi y Puccini, continuadores naturales de una escuela de éxito. La ópera en lengua alemana fue una aspiración para Mozart y luego un logro para Wagner y conforme avanzaba el siglo XIX Francia produjo lo suyo con la Grand opéra. La producción de títulos de autores como Berlioz, Massenet y Gounod constituyó un prodigioso emprendimiento al punto que sus éxitos persisten en los recitales. Como en esta ocasión, el público satisfecho lo reconoce cuando los cantantes se someten a esta prueba.

 

Las notas realizadas por Ricardo Rozental para los programas de mano se elaboran por solicitud del Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo a quien pertenecen la totalidad de los derechos patrimoniales: www.teatromayor.org